LA VIRGEN DE LOS SICARIOS de FERNANDO
VALLEJO
Suma de letras. 174 pág.
Dicen que oler el aroma de una piel de
naranja ayuda a paliar el estrés. No sé si es cierto, pero lo más
probable es que si lo hiciera terminaría arrojando la piel, los
huesos, los gajos y hasta la sangre de la naranja sanguina -que esa
tenía que ser- por la ventana; y, quizá, apuntaría, la naranja
entera, gorda y pesada - llena de ese jugo rojo sangre-, a la cabeza de los
que me lo han provocado: jóvenes borrachos gritando de madrugada,
viejas criticando al lado de tu oído, padres con el cerebro
degradado por los polvos talco, madres con sobreabundancia de
servilismo hacia sus hijos, carteros con poca gracia, médicos
aburridos, salvadores de nada, pálidos jinetes, vendedores de tabaco sin tabaco, grafiteros con poco
arte... Y yo que me dejo influir...arrancándome mechones del escaso
pelo, y me muerdo los labios y se me caen los dientes, y me reduzco y
pierdo tamaño, y cazo moscas con bombas de mano y hormigas con
bazookas, y me resbalo en una gota de cerveza y sobrevivo, apenas, en
junglas de asfalto sin un John Houston que me dirija ni una Marilyn
Monroe que me ayude a escapar. Así que me sorprendo mirando con
curiosidad malsana y cierto apego insalubre, a Fernando Vallejo, y
su otro yo, Fernando, personaje y protagonista de la novela, que
destruyen, roen cimientos, reptan, despedazan, rompen o eliminan,
todo aquello que odian o les molesta, -más allá del estrés- o les
molestaba, de aquella Colombia y de aquel Medellín de los años de
Pablo (Escobar) de los años 80 y 90 del siglo XX. Y Vallejo enfoca
el haz de luz, y apunta la afilada y ácida pluma a presidentes,
cardenales, a alcaldes, a cantantes, a la izquierda, a los
conservadores, a los habitantes a los que no habitan a los que
podían habitar a los que alguna vez cruzaron por allí; un lluvia
ácida, un invierno nuclear de letras negras, una sacudida telúrica
de crítica y de feroz ensañamiento cae sobre ellos desde el
infierno.
Fernando, un especialista en lengua y
lenguaje, llega a Medellín después de pasar toda su vida en
Europa, allí se encuentra con una ciudad diezmada, una sociedad agrietada y con los restos de lo que fueron los grupos
de sicarios que, promovidos por los narcotraficantes, ejecutaron a
amigos y enemigos, a inocentes que cruzaban por su camino y a
culpables que no lo hicieron, que acabaron con familias y, al final con
ellos mismos. Ellos y los otros sicarios resumieron su vida en un
final circular en el que los que mataban terminaban muertos por otros
que mataban por encargo, que a su vez... Fernando llega a esa
Medellín, donde conocerá en los más altos bajos fondos a Alexis,
joven sicario -como todos- que acogerá en su casa como amigo y como
amante. Su amor será pasional, será casi de maestro a maestro: de
maestro de la muerte a maestro de la vida Su existencia y su
conviencia en Medellín será una orgía de sangre, en la que Alexis
mostrará su amor por Fernado tomando en serio su crítica a la mala
forma de vida de las personas con las que se cruza: con los
maleducados, con los molestos, con los asesinos, con los pesados, con
los no cumplidores, con los que no saben realizar su deber; de modo
que se convierte en “Un Ángel Exterminador” que acaba con todo
lo que le molesta a su compañero -su amor-, ayudado por su destreza y por la
impunidad de los asesinatos entonces y allí. De modo que los muertos
se amontonan reflejo del amor y el respeto, provocando un socavón de
muerte, una caída de cielos e infiernos, un destrozo vital. La
sangre tapa los calles sucias, las balas se mueven más rápido que
los que huyen, los infiernos se llena de palabras soeces a medio
decir, y de malas miradas a medido terminar; de gestos molestos a
punto de volver a ser hechos, de gente sin respeto a punto de
intentarlo...
Y mientras tanto, en la Iglesia de
María Auxiliadora, Virgen a la que los pequeños y grandes sicarios
van a pedir por ellos y por sus víctimas, se va llenando de oraciones
colgadas en medio de una frase que se ha perdido entre balas; cada
vez quedan menos sicarios; la esfera de la muerte rueda como una
bola, arriba y abajo de las “comunas” que dominan la ciudad,
suben y bajan de uno a otro barrio, destrozando lo que debajo queda.
Y la Virgen de los sicarios, parece quedar perdida entre todo aquel
ruido de oraciones susurradas, de promesas, supersticiones y miradas
caídas. Medellín caía entre rezos y balas.
Fernando no hace un libro cualquiera,
en su guerra literaria no hace prisioneros, no tiene amigos, no
parece echarse atrás. Da nombres, dice lo que opina de ellos, acusa
y señala. Nadie queda incolumne entre sus páginas, cortas pero
fecundas en letras. El horror de lo que cuenta, la vuelta de tuerca
que va cerrando todo hasta estrangularte con visiones de de sangre y
muerte...Y a veces, paradójicamente, son tan exageradas en su
descripción, tan directas en su ejecución, tan raramente lógicas
en el planteamiento que de ellas hace el personaje de Fernando, que
aparece una especie de “síndrome de Estocolmo literario”, en los
que pudieras pensar que el humor puede ser tan negro como una noche
oscura en la puerta cerrada del infierno esperando a que te abran,
esperando a que exploten todos los fuegos de los condenados, de los
muertos sin perdón.
Wineruda