lunes, enero 18, 2021

UN HOMBRE QUE DUERME de GEORGES PEREC

 



UN HOMBRE QUE DUERME de GEORGES PEREC


Impedimenta, 136Pág.
Tradc, Mercedes Cebrián

Si te sitúas en un oscuro bulevar a finales de noviembre, donde nada ilumina tus pasos, el agua se levanta con el paso de tus zapatos, alguien fuma a tu espalda y el olor a tabaco y un ácido olor a colonia demasiado fuerte llega a tu nariz, pero nadie parece estar tras de ti; si te ves confundido por el parpadeo de los faroles estropeados de la calle apunto de apagarse, si no sabes dónde vas, si crees que no hay nada tras la esquina, ni al otro lado del paso de peatones, nada tras la puerta de tu portal, nada tras la ventana cerrada, nada tras la próxima zancada, nada... Podrías ser tú el que quisiera querer abandonar este sucio bulevar, esta ración de espacio vacío, de frases vacías que pudieran parecerte, hasta ahora, reales, la vida real. Podrías pensar desengancharte del carro, podrías quitarte el collerón y dejar el bulevar, el camino, la casa, los amigos. Separarte de este mundo; podrías ser otro, podrías ver el mundo desde arriba o desde  detrás o desde el lado, pero no ser partícipe de sus historias, ni de su caminar, ni de sus impresiones; nada de sueños compartidos, nada de prisas, nada de relacionarte, nada de vivir para ser. Podrías, algún día, pensar que hasta aquí has llegado, y algún día, sí, correr lejos, lejos, hasta donde no necesites ser ese tú  todos los días.

Un hombre que duerme un día apaga el despertador, deja de ir a un examen, deja la universidad, deja de relacionarse, deja de convivir con nadie; y está solo consigo mismo; deja que París sea su acompañante, pero solo para ser el lugar, casi el objeto, donde pasa la vida, pero donde no se queda, pasa;  él que se ha apartado del mundo no se queda. París, y sus calles que se descubren y se olvidan, y sus habitantes que no son nadie más que caras que pasan y no se quedan en la retina vacía de memoria, y los coches que son números perdidos y colores que le rebasan, y la habitación que no es más que un cuchitril donde la vida se concentra en estar. Lugar donde ni el juego solitario de los naipes, ni las grietas del techo, ni el periódico que es una sucesión de noticias sin ningún espacio para quedarse , ni el goteo del grifo que parece dar cadencia al tiempo, ni el gruñido de los vecinos,ni sus ruidos sin cara, sin posibilidad de ser aprehendidos, nada de ese cuchitril sirve para otra cosa que no sea vivir cuando se sueña, y soñar cuando se está despierto. No queda nada por la que algo pueda importarle, o pueda entrar en su memoria y quedarse, o pueda influir en su decisiones; importarle a él, a el hombre que duerme y está insomne del mismo modo, con el mismo sentido, con la misma necesidad de no ser nada, de ser olvidado, de no pertenecer ni al mundo, ni a las calles, ni a la casas, ni a la habitación, ni a la cama; no ser parte de la memoria de nadie, ser para ellos lo que ellos son para él, seres que pasan, que no destacan. El hombre que duerme se ha apartado de todo para poder dominarlo, para no participar de sus luchas, ni de sus victorias ni de sus derrotas, así podrá ser él mismo.
¿Podrá ser él mismo? La vida derrota de muchas maneras; vivir fuera de ella, de los lugares comunes, no exime de ser derrotado;  la intención de no ser nada, de apartarte, no exime, no, de perder el camino, de que veas, que sientas, que eres tan habitante del sucio bulevar como lo es el barrendero que barre sus aceras, o del tendero que pone sus manzanas en el escaparate, o del borracho que rompe las botellas, llenas de rabia, como él, contra el suelo; todos tienen su destino marcado entre hospitales que dan vida y hospitales donde la pierdes, entre misas de entrada y de fin, de abrazos de recibimiento y de despedida.


Pero no puedes estar toda la vida viviendo a contracorriente. ¿Por qué? Porque no has sido preparado para ello, no reconoces la victoria en hacerlo, y tampoco sabes vivir, convivir contigo mismo, en un mundo monótono, tanto como del que te has ido; y no sabes hacerlo sin que añores el cambio de tus conductas; no sabes si necesitas volver al mundo o este te llama o, simplemente, no puedes ver que has sido derrotado, que el bulevar es de una sola dirección, y aunque no lo sepas has sido preparado para seguirlo, está en tus genes o en tu aprendizaje social, moral o religioso. Impuesto, o no, debes seguir la corriente aun fuera de ella, porque abandonarla del todo te enfrenta a ti mismo, a la fría realidad de tu cara extraña en el espejo, a la fría cama vacía, a la necesidad de ser un ser social; y por ello te nacen fantasmas y te nacen sueños donde vivir es una sucesión de intentos de saber cómo eres y cómo son ellos, el resto del mundo, y saber cómo está, cómo vive,  lo que te rodea. Ya no puedes abstraerte de ello ni de ellos, pero tampoco de tu cuerpo, y de tus pensamientos circulares que van y vuelven sobre ti y que te rodean, que parecen caerse sobre ti. Y ves tu cara por todas partes, y tu pelo, y tus manías y tu repeticiones y tu soledad impuesta y tu desaparición, tu ser nada, tu nada ser, los ves reflejados en cada átomo de aire que te rodea. Así que esta huida no puede funcionar, porque hasta tu espejo te devuelve la cara de un tipo que no reconoces, que vas perdiendo de la memoria de quién eres: ese alguien que te devuelve el reflejo no se parece al que crees que eres, al que sale en tu sueños, en tu memoria, en tu idea de ti mismo, no es él, no puede ser. No, ese no eres tú; los fantasmas nublan tu mente, ese fantasma, y la locura, o algo que se parece a ella, parecen surgir del espejo, y de la cama, y de las brechas del techo y del ruido de los coches en al calle.

La farola estropeada del sucio bulevar se apaga, quedas a oscuras.
Perec deja el gato suavemente en la acera, sube, por los trece escalones de la escalera de madera manchada de pintura azul, hasta la farola y pone una bombilla nueva, roja.



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