RÉQUIEM ALEMÁN de JOHANNES BRAHMS y
EL CAFÉ DE LA JUVENTUD PERDIDA de PATRICK MODIANO
Siempre que leo oigo música, siempre.
Me acompaña en el ritmo, en la entonación; está cerca, alta, o
lejos, casi silenciosamente, y así me lleva sin que sepa a veces
que estoy escuchándola porque la lectura me absorbe, pero la
necesito. Cada lectura tiene su música, casi siempre siento cuál es,
y otras veces voy probando hasta que me paro en una, y sé que es
esa la que acompañará, y acunará, al libro, no diría que es su banda
sonora, pero si abre el camino, o lo cierra, depende del estado. Hoy,
estos días, me ha pasado lo contrario, mientras estaba oyendo el
Réquiem alemán de Brahms leía “El Café de la juventud perdida”,
hoy era el libro el que encajaba en la música, hoy he buscado el
libro que necesitaba para este Réquiem, esta obra, esta obsesión, que hay días
que oigo más de dos o tres veces, ese sonido del que conozco sus
paradas y sus tempos, conozco sus giros y sus altos, sus voces, sus
tristeza, sus penas, sus notas; conozco el sabor de esta música,
hasta el tacto; conozco los detalles de sus violines, de sus escalas
y su partitura; conozco sus sombras y sus lágrimas; conozco a quién
le duele su sonido y cuándo lastima la piel; sé por dónde caminan sus
voces, y por dónde se pierden cuando las escucho, y dónde
encontrarlas cuando alguien las necesita.
El libro encajaba con este Brahms porque es el recuerdo
de un pasado del que las personas que lo cuentan sienten que lo han
perdido, es la evocación de aquel Café Condé donde unos jóvenes,
escritores, rebeldes, exiliados del mundo se reunían para contar y
contarse historias y vidas, para beber y escuchar sabores diferentes.
Allí, en aquel Café, aparece el centro de la novela, una joven
misteriosa, Louki, que parece, desde la nada, desde casi el silencio,
deslumbrar, o acaso sería mejor decir que parece alumbrar a algunas
personas. Y ellas son, incluyendo ella, las que cuentan lo que
recuerdan de aquellos años, y dan la explicación partida, el
puzzle, que unido compondrá el cuadro, el espejo quizá, de lo que
pasó en aquellos años; lo que eran aquellos, en apariencia, lejanos
años: diferentes, más felices, y más tristes, más eternos y más
muertos como pasa con todo lo que se mira con la distancia de una
vida o de un felicidad perdida o un amor derruido o un acaso
que pudo cumplirse. Y decía que encaja este libro con
Brahms porque qué es sino recuerdo un Réquiem, ¿No está esta
música hecha para abstraerte en el paso de la vida, en lo que se
hizo o se truncó? ¿No es un Réquiem un estruendo de la memoria,
una campanilla para despertar imágenes pasadas, para separar lo
cierto de lo soñado? ¿No es un último esfuerzo para que el olvido
no arrastre a todo aquello que quisimos de esa persona, o de nosotros
o del mundo o de la vida, de cualquier vida? ¿No es un repentino
adiós a algunas cosas?¿O es un cortar, una frontera para despedir
un estado, un momento de nuestros tiempos?
Sucede que hay momentos y días, y
sonidos y letras que nos llevan al adiós de las cosas, a la pena por
un tiempo que pasó, fuera feliz o no,- desde la distancia parece que
siempre lo es- y parece que la distancia quiere limpiar la memoria de
unos tiempos. Sucede que buscamos el adiós-le definitiva despedida-
de paisajes, de gentes, de sitios por los que paseamos, o en los que amamos, o
en los que fuimos felices, aunque fuese un momento, un solo momento,
eso es el libro y eso es Brahms aquí.
Hay momentos que el personaje que
ensalzamos, despedimos o recordamos, aparece en la mente como aquí
aparece Louki, una mujer que no sabe apresar la vida, no sabe
prenderse de los días y de las personas, solo en la fría soledad de
lo desconocido, de la rotura, de pisar la raya de las fronteras a al
nada o de los abismos donde parece querer convivir, Siempre corte,
siempre separación, siempre fronteras entre dos nuevos momentos,
vida y muerte, soledad y compañía, cambio e inmutabilidad.
La música tiene la facultad, el poder,
de que cada vez que lo oigas sea diferente, que el recomponer de sus
notas en el oído sea distinta un día u otro, puede que un día la
tristeza te abroche el alma, puede que otro día sea la relajación
la que te invada, puede que sea un día de furia, de rabia por lo
perdido o lo no hecho, puede que otro... En el libro no solo es la
mirada del que lee, la mía, la que recompone el poder de la
historia, sino que son los propios narradores, cada uno de los que da
su visión de aquellos años, las que van recomponiendo el paisaje,
el sonido, el peso, el calor de aquella época, de aquel Café, de
aquella gente, de aquellas calles, de aquellas miradas, de Louki...
Cerré el libro, la palabra fin no
coincidió con el fin de la música de Brahms, pero ambas se movieron
paralelas, acompañándose en mi mente, hasta fundirse
en el silencio un buen rato después...
wineruda