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martes, octubre 11, 2016

PEDRO PÁRAMO de JUAN RULFO




















PEDRO PÁRAMO de JUAN RULFO
Edt. Anagrama 122 Pág.



Miro alrededor,  mi casa, las calles que me rodean, el parque junto a la iglesia que hay enfrente de mi ventana, el balcón de mi derecha; no hay nada importante, nada impresionante: piedras, hierbas, tiendas casi cerradas a esta hora de la noche, parejas que se retiran agarradas de la mano, un hombre fumando en el balcón, la luz mortecina de las farolas; domina la oscuridad y ese silencio que cae en las ciudades cuando comienza la noche. Sin embargo, no es esa la mirada que hoy busco, miro más atrás, miro todo lo que he visto, todo lo que se me ha quedado en mi mente, en mis recuerdos. Me impresionan las sensaciones inmediatas que se me reproducen en el cerebro cuando veo esos lugares, y recuerdo mi pasado y todos los pasados que por aquí pasaron, y de alguna forma aun pasan, claros como si fueran ahora mismo, tan verdaderos como en el segundo posterior a que ocurrieran. Aquellos chicos que, muchos años atrás, jugaban al fútbol en el parque de la iglesia, mientras yo miraba por la ventana, aún están jugando, todas las mañanas que miro por la ventana hacia la silenciosa iglesia están allí gritando con voces juveniles reclamando el balón; en la tienda de enfrente, en la que hubo antiguamente una panadería, aún huelo sus pastelitos de leche y su pan de kilo, todavía humean y me provocan; por la calles veo todos aquellos amigos y novias que me esperaban en el portal, al cartonero estirando su carro de madera, a los niños de primera comunión con sus incómodos zapatos de charol, a los curas con la sotana larga y sucia, a los vendedores de miel con sus cubos que parecían de madera. Todos esos fantasmas existen tan claramente en mi mente que interaccionan conmigo, me miran al pasar, los huelo y los respeto. “Pedro Páramo” es la historia de todos aquellas personas, vivas y muertas, que vivieron en Comala, aquellas que se quedaron entre sus casas y sus calles, en el punto medio entre la muerte y el infierno; “Pedro Páramo” es una historia de ánimas y de desánimos; es un descenso al purgatorio y al infierno de ayer; es la historia de gente que no tenía dónde huir y allí se quedó, presas del agobiante presente, del imposible futuro y del pasado del que arrepentirse. Es la historia de un pueblo, de sus habitantes y un hombre poderoso, cruel y práctico, que dominó la vida y la muerte. Es una historia de vacíos que se no se rellenan, de paredes que no se echan. Es la historia de todos aquellos cuerpos, todos las voces, todas las carreras, todo el sexo, todo los rezos, todos los lloros, todas las risas, todos los escupitajos, toda la sangre derramada, todas las traiciones, todos las mentiras; que se quedaron suspendidos en el tiempo y en el espacio a la espera de que alguien los recuperara, los trajera al presente, a la misma realidad calmada y demostrable que existe donde solo el pasado es importante.

Juan Preciado aparece en Comala en busca de su supuesto padre, Pedro Páramo, y como un peregrino de culpas ajenas, se refugia entre casas y personas que se mueven en el límite de la existencia y de la nada; personas visibles por insistentes, muertas entre vivos, sentenciadas desde nacer, cautivas de sus oscuras pasiones, de sus traiciones, de sus pecados consumidos en la creencia despegada en un dios que no acepta regalías ajenas, -donde el cura es el vendedor de culpas y el comprador de venganzas-. Juan Preciado buscará a Pedro Páramo, en un lugar confundido, entre los vivos; en el mismo lugar donde este, soberbio y cruel, mató a sus enemigos, se vengó de sus amigos, y se aprovechó de todas la mujeres, prisioneras de las iras de los ingenios de las celestinas y de la vergüenza de sus hombres.

Y desde el recuerdo de un pasado verde, florido, alegre, natural, llega el presente de lluvias, vientos que secan el estómago y la voz y que asesinan la virtud. Desde ese campo desnudo, solo aparecen trozos de conversación, murmullos de gentes enterradas, bostezos de personas que no saben morir, escupitajos de señores y fantasmas que se quedaron prendidos al cuero de los caballos, al alfiler de las faldas, al candil que iluminaba su sepelio de muerto olvidado al nacer. Y aun en ese oscuro cielo, entre gotas de lluvia que tañen en las tierras que tapan los féretros compartidos, sitio desde donde se eleva un suave cuchicheo que se convierte en un bisbiseo y luego en un susurro que llena el aire y las vaguadas, y cuenta sobre culpables, muertos, cuitas de enamorados de sentencias despechadas, o venganzas despavoridas; entre aquellas lluvias descubres que al final todo, o casi todo, se movió por amores despechados o filiales; así, desde ellos, Pedro Páramo, como dueño y señor de Comala, digno y cruel entre sus siervos de vida y de muerte, de él dependen; se mueve haciendo y deshaciendo vientos y charcas, destrozando vidas por amor vengativo a su padre muerto, matando padres por amor obsesivo a Susana la minera, matando por amor derrotado a los caballos que penan sus culpas de hijos muertos; Pedro Páramo vencido por los amores y los odios, el más muerto de todos los muertos, el más vivo de todos los que sangran, todavía, en Comala.

No hay nadie en las calles, los vivos huyen de los muertos, ellos de sí mismos: siempre hay un comienzo de viaje, un fin certero, una odisea de  paseantes, sigilosa o ruidosa, con aliento o sin vaho en el espejo, que comienza y acaba entre el terror a la muerte, y a la misma muerte inconfesa, a los miedos terrenales y la imposible vida futura; presos de inmemoriales viajes entre islas secas con sirenas que ya no pueden engañar a nadie con su canto, de cíclopes de pistola y libro sagrado, de poseidones de caballo regio y cuchillo fácil; ya nadie espera cosiendo y descosiendo ropajes, todos han huido de Comala, no hay nada allí, solo los que no tiene para qué ni dónde huir, y los muertos que se quedaron porque no son una  parte del pueblo, son el pueblo, son sus huesos y sus tejados, son su sangre y su agua.

Rulfo no atrapa el tiempo, lo desperdiga, lo lleva y lo trae; como ese viento que molesta entre las hojas; las personas van y vienen, el tiempo en el que viven no es exacto: puede que ocurriera o que esté ocurriendo. El pasado, más humano, parece descargarse como un camión que vuelca su carga, y las piedras y la tierra se mezclan, como se mezclan los días y las noches, las idas y las venidas de Comala. Apenas se ve que el pasado existe, que el presente es un suspiro y el futuro solo es el presente.

Y el viento resopla por mi ventana, caen las gotas que golpean el rosal que cuelga al vacío, el olor a incienso ha salido desde la iglesia y puede que mis fantasmas no se muevan entre venganzas y casas derruidas, entre temores y olvidos, entre miedo a Dios y el terror para con Pedro Páramo, el del Rancho de la Media Luna; no, no son de esos, pero se presentan tan vividos, tan corpóreos, como los de Rulfo; con los mismos susurros de los que habla que salen de las esquinas de las calles, me parece oírlos cuando por la noche, insomne, escucho las viejas campanas de la Iglesia repicar y una mujer pasa golpeando el asfalto, con cadencia de tacones y prisa; es tarde y surgen por todos los lados, pasados que golpean y me hablan, me dicen que no los olvide, que son parte de mí, y de todos las personas que rondaron aquellos días y noches; son yo, y son Comala, son Juan Preciado, son Pedro Páramo, son Susana, son Dorotea, son Fulgor, son personas y personajes, que no por literarios, que no por perdidos en el tiempo y el espacio, dejan de hablarte, de contarte, en un murmullo, que volverán, siempre.


Wineruda



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