UNA MUERTE EN LA FAMILIA de JAMES AGEE
A Death
in the Family
(1958).
Edhasa 350 Pág
Traducción de Lucrecia C. de Mathé
Algo va mal, un cielo oscuro amenaza entre ruinas de tiempos
pasados, un rugir del tiempo que no para con un gesto de la mano, un detalle
que no se quiere olvidar entre millares de ellos, uno solo; un despido de
miradas perdidas; una voz que no se repetirá; un abrazo que no verás; un
sistema que cede, un recorrido que se acaba. Algo va mal, sí, pero para cada
persona que mira desde dentro de la tristeza tiene un diferente sentido: el
dolor, el miedo, la pena, no tiene el mismo sentido, ni la misma medida para
todos, creemos que somos diferentes, nos ponemos a pensar en cuál será el
pensamiento, cuál la medida de la lágrima o de la tristeza del otro, nunca
mides el tuyo bajo ninguna regla. ¿Cómo medir el dolor? ¿Cómo medir tu dolor,
con qué compararlo? ¿Es más que eso o que aquello? Sintiéndote culpable en un
momento de no sufrir te refuerzas en tu postura para seguir viviendo, y, otras
veces, para flagelarte. Y sientes todas las mirada en ti, y ves el mismo suelo
abisalmente parado, y, en él, el sentido de las flechas parado hacia un mismo
lado; todos parecen que ven lo mismo, pero su reacción será distinta: ¿Verán
que el mundo gira hacia adelante o lo hace hacia atrás? o ¿ Verán las
flores cortadas o solo sentirán su olor?¿Sentirán la abeja que revolotea
buscando su polen para crear vida, o solo verán la hoja lenta y marchita caer,
suevamente, al suelo? Agee ve todas las caras del gigantesco poliedro que es la
vida, y las mira, y oye todos los pensamientos, los absorbe, oye todos los
sonidos y los acaricia. Agee siente todas las pisadas pasar silenciosas hacia
la nada, las arrulla; siente compasión por ellos, que están, más que por el que
no está.
En Knoxville, comenzado ya hace algunos años el siglo XX,
pasea un hombre con su hijo, Rufus, ha salido del cine, y coquetea con el
alcohol, en una barra lejana de su casa, para que nadie lo vea. Pasea para que
se vaya el olor de su aliento, y se sienta con su hijo, pequeño aún, el
contacto de las manos, y de las palabras sobreentendidas es suficiente para que
niño piense en el amor que siente. Recuerda, Rufus, la vida en casa, a su madre
y a su padre, dejando pasar, cómodos, el tiempo. Viviendo en la orilla de
cualquier río serían igual de felices, de calmos, ; recuerda que existen
palabra queridas; piensa en las noches y los días que han pasado, suaves,
en su vida aun corta; piensa en el nacimiento de su hermana. Con esos
pensamientos eL tiempo va saltando en la novela y recorre el momento en el que
una llamada de un hermano del padre, hace que este deba visitar a su padre
enfermo. No volverá. No podrá volver. Y entonces la casa cae de su pedestal, la
madre se derrumba entre sollozos y su búsqueda de la religión: Dios como ayuda,
pero también como explicación, impuesta explicación, denodada explicación; el
mundo se derrumba y ella recurre a lo infinito para explicar la vida; sus
hermano, su padre, confrontarán ese pensamiento con el más destrozado de los descreimientos,
la nada desde la nada, el amor como simple explicación a la vida, el amor como
explicación o solución a la nada, luego no queda otra cosa detrás.
Rufus y su pequeña hermana, sorprendidos en la ausencia,
sorprendidos en la novedad, descubren la inutilidad de sus pasos, en la torpeza
de su camino por lo desconocido, esperando confusos con la esperanza que sirva
para algo lo que no sirve para nada: un niño, una niña, buscan la explicación
terrena a lo que no es más que aire, más que futuro polvo, eterno aire. Un niño
que no encuentra más caminos que la de buscar ser lo que su padre quiso que
fuera, pero medido desde la altura, el espacio y el tiempo no adecuado.
Agee confronta dos mundos en esta novela, la religión con el
ateísmo, pero no por el puro sentido social o académico de los términos, sino
como la explicación y el consuelo en algo que es superior, una esperanza de que
eso que sucedió tenía un cometido o una explicación, que no fue un puro azar un
despedida inacabada; eso lo enfrenta al frío saber que detrás de todo no hay
plan, que la vida no es un sitio de paso, es de término, EL mundo tropieza en
las raíces de los que vivieron pero no se salva por ello.
Recuerdo, que la primera vez que leí este libro, hice una
minúscula reseña en la que hablaba de que escribía con ternura, hoy no creo que
sea así. Habla, creo, desde el dolor y la compresión , parece casi una manera
de espantar fantasmas, un excusa para interpretar la vida, en descubrir a la
niña y a Rufus (trasunto de él mismo) a su padre ( que murió como el de la
novela en un accidente) y ver que tenían, así debía ser, perdón-no había
culpa ni daño en los comportamientos-por que los niños no pueden dominar todo,
no pueden entender el dolor, solo asumir o fingir por algo que no comprenden,
sumidos en un sueño de juegos del que creen que despertarán. La madre, los
adultos, se buscan entre nubes bajas, entre eternos ocasos que saben, ellos sí
lo saben, no acabarán nunca. El mundo ajeno casi fantasmagórico del dolor, del
recuerdo cruel, de la soledad instantánea pueblas las líneas del libro, que a
pesar de lo que cuenta, descubre un universo sorprendente, donde cada personaje
va entrando y saliendo del foco del escritor para contar lo que sale de sus
mentes, de sus ojos, de su sueño, de sus bocas.
El día está oscuro, pero, siempre, sea cuando el sol o la
luna alumbran detrás de las nubes o sea el reflejo de las mínimas luces de las
casas en la noche o el de los ojos de los pájaros dormidos, todo parece que se
ilumina, aunque sea solo un poco.
wineruda