UN HOMBRE QUE DUERME de GEORGES PEREC
Un homme qui dort 1967
Impedimenta, 136Pág.
Tradc, Mercedes Cebrián
Si te sitúas en un oscuro bulevar a
finales de noviembre, donde nada ilumina tus pasos, el agua se levanta con
el paso de tus zapatos, alguien fuma a tu espalda y el olor a tabaco
y un ácido olor a colonia demasiado fuerte llega a tu nariz, pero
nadie parece estar tras de ti; si te ves confundido por el parpadeo
de los faroles estropeados de la calle apunto de apagarse, si no
sabes dónde vas, si crees que no hay nada tras la esquina, ni al
otro lado del paso de peatones, nada tras la puerta de tu portal,
nada tras la ventana cerrada, nada tras la próxima zancada, nada...
Podrías ser tú el que quisiera querer abandonar este sucio bulevar,
esta ración de espacio vacío, de frases vacías que pudieran
parecerte, hasta ahora, reales, la vida real. Podrías pensar
desengancharte del carro, podrías quitarte el collerón y dejar el
bulevar, el camino, la casa, los amigos. Separarte de este mundo;
podrías ser otro, podrías ver el mundo desde arriba o desde detrás o
desde el lado, pero no ser partícipe de sus historias, ni de su
caminar, ni de sus impresiones; nada de sueños compartidos, nada de
prisas, nada de relacionarte, nada de vivir para ser. Podrías, algún
día, pensar que hasta aquí has llegado, y algún día, sí, correr
lejos, lejos, hasta donde no necesites ser ese tú todos los días.
Un hombre que duerme un día
apaga el despertador, deja de ir a un examen, deja la universidad,
deja de relacionarse, deja de convivir con nadie; y está solo consigo
mismo; deja que París sea su acompañante, pero solo para ser el
lugar, casi el objeto, donde pasa la vida, pero donde no se queda, pasa; él
que se ha apartado del mundo no se queda. París, y sus calles que se
descubren y se olvidan, y sus habitantes que no son nadie más que
caras que pasan y no se quedan en la retina vacía de memoria, y los
coches que son números perdidos y colores que le rebasan, y la
habitación que no es más que un cuchitril donde la vida se
concentra en estar. Lugar donde ni el juego solitario de
los naipes, ni las grietas del techo, ni el periódico que es una
sucesión de noticias sin ningún espacio para quedarse , ni el goteo
del grifo que parece dar cadencia al tiempo, ni el gruñido de los
vecinos,ni sus ruidos sin cara, sin posibilidad de ser aprehendidos,
nada de ese cuchitril sirve para otra cosa que no sea vivir cuando
se sueña, y soñar cuando se está despierto. No queda nada por la
que algo pueda importarle, o pueda entrar en su memoria y quedarse,
o pueda influir en su decisiones; importarle a él, a el hombre que
duerme y está insomne del mismo modo, con el mismo sentido, con la
misma necesidad de no ser nada, de ser olvidado, de no pertenecer ni
al mundo, ni a las calles, ni a la casas, ni a la habitación, ni a
la cama; no ser parte de la memoria de nadie, ser para ellos lo que
ellos son para él, seres que pasan, que no destacan. El hombre que
duerme se ha apartado de todo para poder dominarlo, para no
participar de sus luchas, ni de sus victorias ni de sus derrotas,
así podrá ser él mismo.
¿Podrá ser él mismo? La vida derrota
de muchas maneras; vivir fuera de ella, de los lugares comunes, no exime de ser derrotado; la
intención de no ser nada, de apartarte, no exime, no, de perder el
camino, de que veas, que sientas, que eres tan habitante del sucio
bulevar como lo es el barrendero que barre sus aceras, o del tendero
que pone sus manzanas en el escaparate, o del borracho que rompe las
botellas, llenas de rabia, como él, contra el suelo; todos tienen
su destino marcado entre hospitales que dan vida y hospitales donde
la pierdes, entre misas de entrada y de fin, de abrazos de
recibimiento y de despedida.
Pero no puedes estar toda la vida
viviendo a contracorriente. ¿Por qué? Porque no has sido preparado
para ello, no reconoces la victoria en hacerlo, y tampoco sabes
vivir, convivir contigo mismo, en un mundo monótono, tanto como del
que te has ido; y no sabes hacerlo sin que añores el cambio de tus
conductas; no sabes si necesitas volver al mundo o este te llama o,
simplemente, no puedes ver que has sido derrotado, que el bulevar es
de una sola dirección, y aunque no lo sepas has sido preparado para
seguirlo, está en tus genes o en tu aprendizaje social, moral o
religioso. Impuesto, o no, debes seguir la corriente aun fuera de
ella, porque abandonarla del todo te enfrenta a ti mismo, a la fría
realidad de tu cara extraña en el espejo, a la fría cama vacía, a
la necesidad de ser un ser social; y por ello te nacen fantasmas y te
nacen sueños donde vivir es una sucesión de intentos de saber cómo
eres y cómo son ellos, el resto del mundo, y saber cómo está, cómo
vive, lo que te rodea. Ya no puedes abstraerte de
ello ni de ellos, pero tampoco de tu cuerpo, y de tus pensamientos
circulares que van y vuelven sobre ti y que te rodean, que parecen
caerse sobre ti. Y ves tu cara por todas partes, y tu pelo, y tus
manías y tu repeticiones y tu soledad impuesta y tu desaparición,
tu ser nada, tu nada ser, los ves reflejados en cada átomo de aire
que te rodea. Así que esta huida no puede funcionar, porque hasta
tu espejo te devuelve la cara de un tipo que no reconoces, que vas
perdiendo de la memoria de quién eres: ese alguien que te devuelve
el reflejo no se parece al que crees que eres, al que sale en tu
sueños, en tu memoria, en tu idea de ti mismo, no es él, no puede
ser. No, ese no eres tú; los fantasmas nublan tu mente, ese
fantasma, y la locura, o algo que se parece a ella, parecen surgir
del espejo, y de la cama, y de las brechas del techo y del ruido de
los coches en al calle.
La farola estropeada del sucio bulevar se apaga, quedas a oscuras.
Perec deja el gato suavemente en la
acera, sube, por los trece escalones de la escalera de madera
manchada de pintura azul, hasta la farola y pone una bombilla nueva,
roja.