EL REGRESO de ALISTAIR MACLEOD
the lost salt gift of
blood 1976
Edtarl. RBA 182 Pág
Tradct.Miguel
Martínez-Lage
¿Cuándo un cuento es
bueno? Supongo que hay tantas respuestas como lectores existen, y la
sensibilidad amasada entre las diferentes harinas literarias y aguas
genéticas corresponde a una sola persona y a sus universos
fantásticos. Pero todos hemos nacido unánimemente con Perrault o
Andersen o los hermanos Grimm y luego separamos los caminos para
adentrarnos algunos en caminos clásicos, otros postmodernos o quizá
los olvidamos, simplemente, para siempre, o -espera- acaso nos gustan
todos.
Daré mi opinión sobre
cuál es el cuento bueno, al menos el que me gusta a mí:
Yo lo concibo como el
concierto de una banda de Jazz; uno de esas grandes Big Band de los
principios de los años cuarenta del siglo XX, donde Benny Goodman,
Count Basie o Duke Ellington dirigían grupos rítmicos donde el
swing o el boogie era ritmo e improvisación. Y la melodía surgía
de los instrumentos de viento, los bajos y la batería imprimían
ritmo, la flauta la suavidad que apenas se oye pero existe y es
imprescindible y el clarinete la estridencia irrepetible de lo bello.
Y... Billie Holiday daba sentido a la música, dándole palabra,
sensibilidad, gesto y sentido. Así el cuento es la conjunción de todos
esos factores, efectivamente, iguales que el jazz. Sobre el ritmo de
las historias donde la vida en calma o salvaje, reprime o incita a
sus actores, nacidos o eternos, y es improvisación y melodía a la
vez; los paisajes y las historias paralelas son como el sonido de la
flauta. Y el cantante, el escritor, rellena de personalidad, de
dulzura o acidez, de tristeza o alegría, de pasado o de futuro, de
abrazos o de golpes, las páginas de esos libros. Pues eso es “El
regreso” de Alistair Macleod. Un concierto sintonizado en una radio
de válvulas de aquellas que recogían en directo inolvidables
sonidos. Lleno de la complicada simplicidad del que se apropian las
grandes obras; donde los colores, los olores, las miradas, los
sentidos, las pequeñas cosas o las grandes tragedias se empastan de
tal manera que esos diferentes elementos son uno sólo. La
elasticidad de las palabras abarca todos los extremos del cuento,
cada pequeño elemento es parte del conjunto, y todo el conjunto es
ese pequeño elemento, desde un perro que mira triste o una ladera
helada, o una caricia con la mano sucia de carbón o, lo que es mas
difícil, una palabra no dicha.
En el estrecho paisaje de
Cabo Bretón, una isla de Nueva Escocia en Canadá, donde el carbón
y la pesca es la única forma de supervivencia, y sólo eso,
supervivencia, viven hombres y mujeres duros, de mirada fuerte y
limpia, atada a sus costumbres y a su forma de vida, por dura que
sea. El libro son las historias de alguno de sus habitantes: hombres
viejos que no dan su brazo a torcer, que avanzan porque tras un paso
saben que debe venir otro, orgullosos de su pasado y torcidos bajo
los techos sucios de las minas de carbón o alzados en la popa de un
mar bravío; mujeres fuertes que sostiene el mundo sin ningún punto
de apoyo, que aman, paren, luchan y mueren defendiendo a su prole,
limpias de mente y abrasadas del frío de las soledades de las viudas
del mar o de la mina. Pero también son historias de jóvenes que
quieren huir de la negrura del carbón y de la blancura de la espuma
del mar, buscando un futuro mejor, llevándose las esperanzas y las
lágrimas gastadas de sus padres, es la crónica de gente que va y no
quiere irse, y de gente que vuelve y quiere irse. Y , también, son
el testimonio de aquellas islas de sus paisajes y sus rocas toscas y
graves, de su nieve sucia por el carbón, de niños que juegan en las
playas, de barcos que no se hunden, de las níveas gaviotas
chillonas, de las vacas de ojos grandes y de los coches de asmática
respiración. Todos envueltos en la bruma no sólo atmosférica, de
historias que van acabando, que van cambiando, donde aunque algunos
se resisten, el tiempo no se para y avanza lento e intransigente.
Son las crónicas de un
mundo que ya no será, pero fue, y como las grandes melodías, parece
oírse aun en las ráfagas de viento que vienen de mañana cuando los
coches no obstaculizan su paso con sus bocinas estridentes o su
música de consumo.
wineruda