the dead father 1975
Ed. Sexto Piso Pág. 187
Trd. Catalina Martínez Muñoz
Las noches de estudio, por aquel entonces,
en la universidad eran largas, llenas de café y de miradas aburridas a las
paredes llenas, en aquel piso de alquiler, de espantosos papeles
pintados de lo más profundo de los años 80, o 70 o 60 ...a saber,
de cuadros de paisajes de campos vacíos con montaña al fondo, de
muebles que se torcían de viejos, de manos que temblaban de frío.
Aquellas noches para sentirme acompañado, tenía a mi lado una radio
que, movido por mi inadaptación a oír una emisora más de 10
minutos seguidos, cambiaba a menudo, y aquel mover el dial a las 3 de
la madrugada, es una sensación que siempre se me quedará en la
mente, aquel pasar de una emisora en inglés, a una retransmisión de
música clásica, a más allá los Rolling imposibles a esas horas de
la noche, y la aguja se movía emitiendo ese ruido granulado y
nervioso, hasta que una voz hablaba de amantes por la noche, y otra
sobre espectros y aparecidos, susurrando las palabras, arrastrando
las vocales. Todos esos sonidos, todas esas voces fantasmales, todos
aquellos sitios distantes cosidos por una aguja y el cabeceo del
sueño hastiado de café, se unían en un grupo bastardo en origen, y
completo en el final: la voz de Mick Jagger hablaba desde las ondas
sobre espectros, que se abalanzaban sobre el comentarista inglés que
acariciaba a su amante castellana que amaba unos compases de música
clásica; la aguja del dial me susurraba sonidos inconexos que aún
suele repetirme, de madrugada, por la noche – Mea culpa –.
Barthelme es la aguja de la radio que nos va llevando por sus
espacios, por el éter de lo surreal, por la maza del enfermo crónico
de mordacidad. Nos fantasea desde los límites de la ficción, una
vez rotas las vallas de la teoría clásica de la novela, él está
en otros territorios, porque no es ciencia ficción, no es realismo
mágico, es otra cosa. Es el sueño de las ondas de la radio cuando
todos estamos dormidos, en esos momentos que cuentan que existe ese
sitio en lo que lo absurdo es tan real como lo lógico, donde los
muertos hablan y los vivos no mienten, donde el humor no está sujeto
a reglas, donde la irrealidad solo está en la mente de los dormidos,
ese lugar donde nadie parece estar fuera de tiempo, nada parece fuera
de lugar porque en ese lugar todo es posible.
El Padre Muerto medía 3200 brazas, es
enorme, ocupa barrios enteros, circunda manzanas, su cabeza apoyada
sobre el asfalto se eleva metros hasta la punta de la nariz. Es el
cuerpo insepulto del Líder, del Poseedor de la Verdad, del Dictador
Onmívoro de poder, ¿postrado a los pies? de un grupo de personas
que deben llevarlo a su tumba: allá está el que probablemente sea
su hijo Thomas, y su amante Julie, y un montón de hombres pagados
(19) que arrastrarán el cuerpo hasta ese destino triste, porque un
tractor quedaría cutre y poco reverencial. El viaje es un momento en
el que el el Padre Muerto expondrá sus razones por las que hizo lo
que hizo, por las que quiere pensar que vive, y por las que comentar
su vida con sus acompañantes, y digo hablar, porque aún muerto
habla y mata y salta, y desea sexo y se enfada. Pero su hijo Thomas
sabrá contener sus iras y venidas, sus apetencias de viejo muerto,
sus deseos de muerto insepulto. El grupo viajará por un país en las
que las aventuras será pocas, los placeres escasos-más allá del
sexo esporádico- el alcohol probable y los bailes escasos y siempre
iguales -acaso algún baile con gorilas que no saben bailar y menos
entablar una conversación oportuna-. Y lo llevarán a un final que
no se debe contar, que no se debe decir en una reseña, pero lo
lógico se olvida en esta novela, los cuentos parecen largos y las
novelas cortas, y los amantes escasos y las culpas divinas. Los
muertos se entierran para hacer hueco a otro que enterrarán dentro
de algunos años tan grande e inutil como el anterior, tan ridículo
y sabio como él.
Lo absurdo muerde todos los
lados de la novela, la deja rodeada de dentelladas llenas de la
sangre que provocan sus armas: Barthelme golpea con una hacha los
huesos de la paternidad, de la gesta de ser padre, de la doliente
sensación de la conducta paternal inequívoca, de la incontestable
sensación de poder de los hombres sobre sus hijos e hijas. Y con
ella cuenta desde los lados más salvajes y satíricos y surrealistas, y vivaces y simbólicos y dignos de un epitafio ocurrente, la caída del
poder del padre, su entierro desesperanzado, su impotencia al
intentar oponerse al mundo, al nuevo mundo donde el hijo será el
nuevo tontopoderosopadre, y el antiguo es enterrado tras una decadencia que
trascurre entre imperdonables acusaciones, entre sarcasmo simbólico a
borbotones, entre humor para provocar que alguien diga: Mea
Culpa, Mea Culpa. Torrentes de imágenes
ridículas, de visiones degradantes, de visiones patosas, acusan al
padre de que fue quien fue tan estúpidamente como parece, que las
cosas desaparecen para volver de nuevo, sin ti, porque tu poder se ha
muerto cuando ya no eres ni el mas fuerte, ni el más amado, ni el
más querido, perdido en sus lejanas valentías, en sus pasados
gloriosos, el alud te derriba montaña abajo; hasta que Barthelme lo
hace caer en el socavón, enorme que es su tumba de tierra y
excavadoras preparadas para taparte porque la grandeza solo sirve
para usar excavadoras al morirte.
Morirte
de pena, de humor, morirte de olvido, morirte de risa, morirte de
golpes del destino, morirte de surrealismo, morirte de nuevo, morirte
de viejo, morirte de tan diferente que nadie te leerá, morirte de a
quién le importa, morirte de que son malos tiempos para los libros
de extraña composición, morirte de pena porque acabe, morirte de
pena porque lo original deja de serlo cuando has acabado de leerlo.
Si
la radio callara un momento por la noche y alguien se pusiera a leer
este libro, arrastrando las vocales, no provocaría miedo, solo
carcajadas o sonrisas irónicas de las alocadas y extrañas imágenes
que se crean en él, algunas que sonrojaría, incluso airaría,
alguna mente bien pensante de lo literario y de lo “civil”; nada
parece importar a Barthelme que aporrea , --aporrearía las teclas sobre las páginas
del papel blanco, seguro, en alguna máquina de escribir de las de entonces
, acaso oyendo la radio-- para golpear a diestro y siniestro, hasta
a la propia literatura académica, al tiempo, al espacio, a la
lógica, a los bárbaro y lo protegido, a lo no contable, a lo que
debe callarse, a lo que callanoseasatrevido, a las almas perdidas y
a los contrarios a la novela de lo absurdo para contar lo absurdo. La
novela, la noche que la leyera esa persona por la radio, no la escucharía
nadie-sería muy tarde ya- pero se quedaría en las ondas, como un
recuerdo que deben acertar a atrapar en el dial las noches que te
quedes mirando los papeles pintado de los 60, 70 u 80, y los cuadros
de paisajes olvidables, y moviendo el dial hasta que una voz
espectral hable de padres, hijos, amantes, simios, pueblos malditos,
tumbas y sabios, Y saltarán sobre el cuello y el lomo, para cabalgar
sobre él, del libro secreto que se oculta en mitad de este libro:
“Manual para hijos”, una orgía de humor salvaje, de imágenes
tan ocurrentes y disparatas, tan absurdamente racionales, tan atrevidas, tan
locas, y extrañas que apabullan con ese aparatoso sentimiento que se
produce cuando la sucesión de imágenes crea el sueño extraño del
esplendor de lo mágico, de la belleza de lo absurdo, de la pereza,
por un momento, de lo lógico.
Wineruda