LAS TABLILLAS DE BOJ DE APRONENIA AVITIA de PASCAL QUIGNARD
123 PAG. Espasa
Eugenia Castejón traductora.
Siempre es una palabra que no existe, nunca existirá, es inútil
que la uses, que pienses su significado para contigo, ni siquiera existe para
los elementos aparentemente inconquistables de la naturaleza o para los
esquistos pétreos o para las esquinas de los edificios que se creyeron
inmortales; siempre es una palabra inmortal en sus letras y muerta en sus
conceptos. El Imperio de Roma que iba a durar siempre duró 500 o 600 años; su
vida. que cruzó otras vidas como impronta grabada en la mente. duró apenas un
soplo en la respiración del mundo, un piojo en la cabellera de la tierra, un
resto de arquitectura podrida en la vida de un universo de foros muertos. Porque
inmortal se es hasta que ves tu cara reflejada en un espejo y por primera vez
te reconoces, por primera vez no eres quien te han dicho que eres sino que eres
quien eres; ese tipo que ya no salta y
si salta es más abajo; ese tipo que no vuelve, solo va; ese tipo que resuelve
las dudas contando con el pasado; ese tipo que no saldrá para tener que volver;
ese tipo que sabe que las balas salen de punta y te atraviesan; ese tipo que
supo que la inmortalidad dura lo que dura tu carnet de joven del banco, lo que
dura tu hipoteca de pisito roto en las afueras sin ascensor.
Apronenia Avitia está al final de sus vidas, de todas ellas,
al final de sus pensamientos, está en el recorrido final de sus pasos-ella y
los que la acompañan-. Unos se irán antes, otros se están yendo después;
ella va viendo el final y se reconoce en sus situaciones que degeneran con ella,
ahí está su caída: la suya y la del imperio. Porque ella acompaña, camina
con Roma, observa y comparte el desmoronamiento ético,
religioso, político, militar, es decir. de la vida de lo que fue -su- Roma. Lo
acompaña de cerca, sin reconocer sus grietas -al menos sin contarlas- sin saber
de sus heridas, sin contar sus cuitas ni reventar su abscesos. Ella no cura sus
heridas, no; no cura las heridas de Roma.
Apronenia Avitia sabe de la vida de Roma y de sus habitantes,
sabe de cómo viven sus amigos y la vida que rodea a ese tiempo pero no lo
cuenta en su diario de tablillas, en esos diarios labrados que recogen su vida
privada y su vida pública; que recogen los recuerdos que florecen de vez en
cuando y que acompañan al presente que fue pasado, y donde habla de su rutina diaria
que refleja su forma de vida, su manera de ver el mundo de mujer rica y culta, de mujer en
situación dominante sobre un mundo que
está cambiando o, más bien, derrumbándose. Sus amigos se van yendo, su amor va
desapareciendo, -pero no a veces no su deseo que vence al nunca al menos una vez-. Ya sus amantes despiden un olor que
antes no tenían, sean por jóvenes o por viejos, sus recuerdos apenas sostienen
a los que se quedan; ellos y ella van viviendo del pasado, del sexo que ya no
sostiene la vida, ni siquiera las orgias que llevan el día a día de sus amigos.
La comida y el sexo y el amor no existen porque todo se va acabando, el deseo
ha muerto con la palabra siempre
en la boca. Ya solo quedan resquicios, solo quedan recuerdos y pena. Pena porque
todo se fue o se está yendo y pena
porque ya no continuarán las cosa como eran, todo desaparece.
Los invasores de Roma, los que destruyen Roma, , los
creadores y arquitectos de la decadencia del Imperio, los destructores de aquella vida que ya no era la misma, fueron los
bárbaros y con ellos, y para ellos, aparece la simiente de lo que crea su destrucción: el cristianismo al que Apronenia
Avitia parece reconocer que corroe los
que fue el esplendor de Roma, sus fastos, sus creencias de cuando dominaban el
mundo; aquel olvido, aquel nunca,
que constituía el poder inmisericorde sobre medio mundo, va unido al nacimiento de la creencia cristiana, que va corroyendo las vida de siempre, la que
ella conocía , la que ella defiende, la que debía ser, la que fue siempre.
Roma y el mundo bárbaro, Roma y los
cristianos son parte de un mundo en
cambio, un mundo que dejó su juventud para dejar nacer a nuevos imperios, a
nuevas vidas; un mundo que ya no tiene la inmortalidad de la juventud, se es
invencible hasta que se pierden el brillo de los ojos, las ganas. El no haber
un siempre
está unido a la decadencia de la vejez de Apronenia
Avitia y de la de su amigos. Ella , Roma,
sus amigos, sus amantes, sus hijos, sus antiguos esclavos, todo lo que rodea sus siempres, todo, todo decae, es invadido por lo bárbaros, las
nuevas creencias, el engaño y la traición y la edad. El paso de los años imbatibles
y la imposible vuelta atrás, esa decadencia y esa caída a donde no creyó que se puede caer, aparecen
, esquemáticas y claras, para descubrir que estaba descubriendo ese sito que no
creyó que existiera, donde todo es un
nunca, nunca.
EL amor, la vida, el sexo, los sitios, el oro, las orgias,
el amor. la comida, la política, la religión
destacan por estas líneas sucintas, estrechas, sin necesidad de sentidos evidentes,
destacan en lo que Quignard cuenta. Y él
no necesita contar asuntos banales, ni especificar
hechos: solo lo hace en esa pequeña introducción que habla del encuadre temporal
de Apronenia Avitia, y que solo dice dónde está, dice que ella vivió. Pero lo
que ocurrió se describe en apenas una frases , en pequeños líneas que cuentan
tanto de su vida y del mundo que le rodea como si la miraras pasar entre los
escombros del foro romano, entonces cuando ya no había un siempre.