PEQUEÑOS TRATADOS de PASCAL QUIGNARD
Uno se sabe, así que piensa y cree que no puede ser capaz de
desnudar o describir, -ni en muchas ni en pocas palabras- algo que es inefable para
él; sabe, también, que todo lo que explica, cuenta, inventa, crea, sacude,
exprime o apareja Quignard en este escrito es tan abrumador que te cae como
lluvia torrencial y te deja perplejo entre ideas, palabras, saberes y
descuentos que no puedes sino cerrar el paraguas y absorber la lluvia, que te
empape o que te resbale dejando que te
marque, aunque sea, un ligero rastro de gota o de lágrima o de tinta que te
marque para siempre, como un tatuaje grave y delicado.
Pequeños Tratados que cuestan, a veces, que revelan y
ocultan en su potencia de saberes que te dejan pequeño y estrellado entre sus
páginas sobre el lenguaje, el habla, la etimología de las palabras; sobre el saber de los
libros, del papel, de las imprentas; sobre el saber de los escritores, los
filósofos, los escribas o los esclavos; sobre el saber en las verdades, en los
olvidos, en la muerte y en los oficios. Pequeños Tratados que hablan del mundo
del saber, del conocimiento, que resbalan del pasado al futuro, que nacen
heridos de belleza y conocimientos y se mueren entre ese destino que siempre nos llega: la muerte
de lo escrito o lo sabido o lq nuestra misma. Pero siempre queda ese abstracto
sitio donde sobrevive el saber: los libros. Ahí es donde sobrevive ese recuerdo que se
quedó en la raíz o en la impronta del pasado el presente –lengua, lenguaje, trazos de
músicas, recuerdos, palabras perdidas o lienzos-. Quedan las figuras sobre los paisajes,
quedan las letras sobre el fuego, sobre lo destruido, quedan los nombres y los
textos sobre la creación, el nacimiento, el análisis y la muerte.
Quignard apabulla por su conocimiento, pero sobre todo por
esa combinación casi mefistofélica o, simplemente, alquímica de poesía, prosa, filosofía,
historia, saber, verdad y ficción; apabulla por ese desnudar de palabras y nombres
para descubrir su esqueleto inverso, su vida al margen de sus escritos; para
encontrarnos con ese travelling literario que te lleva
desde la punta de la pluma del escritor medieval o del poeta romano o el
escriba egipcio, o de la mano del pintor de Lascaux,y que va ascendiendo por su
madera, pluma o carne para llegar a la mente y de ahí a su mundo, a las ideas o
creaciones o respuestas a la vida que los rodeaban. El travelling acaba con un fundido a negro entre
letras y textos que vienen del pasado y se diluyen en lo oscuro, en el presente
que se acaba.
Uno imagina a Quignard oyendo a Jordi Savall mientras dirige
e interpreta, por ejemplo, “El llibre vermell de Montserrat”, golpeando, a
veces, como lo hace Jordi su viola di gamba, al modo col legno, Quignard
golpearía suave las teclas de su máquina de escribir o de su ordenador para
crear textos e ideas, o haciendo frotar
sus cuerdas y papel para sacar el sonido de las palabras, para decidir el modo
de decir las cosas, de contarlas y de emparejarlas. Dicen que el sonido del
cello es el más parecido a la voz humana; supongo que el modo más atrevido y
bello de sacar sonoridad conjunta a la música y
las letras. Así el viejo cellista que fue Quignard hace de los libros justo lo
contrario; hace del libro un cello que atrapa los sonidos como un recorrido
inverso: el libro es el cello que recoge todos esos sonidos, palabras,
recuerdos, ideas y música que vienen de
fuera, que vienen de las cosas que se mueven, respiran o nadan en el mundo,
recogidos entre papeles, tintas, inventos, ficciones y verdades por Pascal, en
ese intento por demostrar que el mundo giraba mucho antes de que naciera el
primer día del primer humano que aún queda vivo; que la vida no responde a
facilidades y textos sobrescritos, que no hay papeles con cera ni ventanas
abiertas para ver el mundo. A veces los lectores agachan la cabeza y se
acurrucan, cerrados como un nuevo círculo fetal para comprender su mundo –o el
mundo- asomados a unas páginas en las que se escapa el texto y las ideas y las
atrapas como cuando un pájaro alza el vuelo y apenas puedes coger un puñado
de plumas de las cuales la mayoría se las lleva cualquier ráfaga de viento
indiscreto que sopla desde las calles ruidosas de coches y de pisadas de ciudad. Nadie quiere sentarse para penar o
nadie quiere silbar tonadas medievales en estos años de certezas impuestas;
pero del mismo modo que las voces de los cantos sacros Medievales parecen
escritas en el latín muerto que solo nace y renace en libros, en voces rescatadas;
la cultura, los libros, las ideas, la voz, la lectura, el lenguaje, todo nace y
muere con cada persona; sí de ese mismo modo, yo releo los poemas de Sylvia
Plath y con ellos renace la poetisa de mente febril o nace el ciego escritor
cuando leo la Odisea o Perec está sentado a mi izquierda en el último bar que
cerré entre humo y vasos rotos, Georges me mira y apunta. Todo vive entre
textos, voces, escrituras y recuerdos.
No, no es un libro fácil, pero no tiene razón de serlo,
además no debería ser de otro modo, son palabras para recorrerlas, pequeños
textos que representan- como manos, impresas, como gacelas cazadas o mamuts
dormidos de las cuevas paleolíticas- la representación de lo que en su mundo debe ser creído o tomado por sagrado; y
debe ser escuchado –o leído- sentado, cerradas la ventanas, la luz encendida y
dejando que las hojas-el libro-, ellas solas, sepan que deben ceder el paso a las
siguientes.